Maravillosa es nuestra labor de dar a conocer la Obra del Palmar al que la quiera conocer. ¡Qué contento está el Señor y la Santísima Virgen María con los que hacen apostolado de la Verdad! Pero los obreros son pocos y la míes es grande. Acuérdese de la parábola del Señor de los invitados a las bodas:
“Y cuando fue la hora de la cena, envió a uno de sus siervos a decir a los convidados que viniesen, porque todo estaba preparado. Y todos a una comenzaron a excusarse… Y volviendo el siervo, dio cuenta a su señor de todo esto. Entonces, airado el amo, dijo a su siervo: ‘Sal luego a las plazas y a las calles de la ciudad, y tráeme acá cuantos pobres, y lisiados, y ciegos, y cojos hallares’”… Y Cristo llamó incluso a los muertos, que Él había resucitado: Lázaro, luego Obispo en Marseille; Marcial, el hijo de la viuda de Naín, que había resucitado al encontrarse con su cortejo fúnebre en el camino, luego Obispo de Limoges; la hija de Jairo, llamada Salomé, de Cafarnaún, luego Religiosa. También a los inválidos, por ejemplo el paralítico de la piscina de Betesda, llamado Elpidio, luego Obispo de Toledo.
Al final el Señor agrega: “Porque os digo que ninguno de aquellos hombres que fueron los primeros en ser convidados, participará de mi banquete”. Eso es algo que hay tomar muy en cuenta: la necesidad de corresponder a las gracias que nos invitan a participar. ¡Es cosa seria!
Y ahora un tema de la actualidad:
Ha llegado la noticia de que una imagen de San Pedro I Magnísimo en la fachada de una iglesia en Buenos Aires, Argentina, en una tempestad, fue alcanzada por un rayo, que dejó alterada la imagen y completamente quemadas las dos llaves que siempre llevan las imágenes de San Pedro, y destrozada la mano derecha que es la que da las bendiciones, juntamente con la aureola, coincidiendo con la víspera del cumpleaños del antipapa Francisco y el día mismo en que él autoriza en un documento la bendición de parejas homosexuales. Así Argentina ha sido agraciada con este signo en que se ha manifestado, primero, que el que aparenta ser sucesor de San Pedro en Roma, y que ha bendecido personas partidiarias de esta majadería obscena de los matrimonios homosexuales, no tiene llaves de ninguna clase para abrir o cerrar nada, y por lo tanto no es lo que aparenta ser; y segundo, que Dios ha manifestado de esta manera su ira ante tantos gobiernos que se complacen en hacer corro alrededor de este repugnante insensatez rematada.
¿Quién soy yo para juzgar? Esta frase ha dado la vuelta del mundo y ha sido muy alabada como una solución a graves problemas morales. ¡Claro! El cristiano no debe juzgar a ninguna persona ni dentro ni fuera de la Iglesia. Así nos mandó Nuestro Señor Jesucristo en el Evangelio: “No juzguéis y no seréis juzgados.” Si vemos un quebranto de la Ley Divina, debemos pedir por las personas que creemos responsables, que se arrepientan, se conviertan y sean perdonadas, si no en vida, por lo menos en su juicio particular, y que se salven, que se hagan santos y ganen un cielo más alto que el nuestro.
Pero al mismo tiempo tenemos el ineludible deber de detestar el pecado que se haya cometido, por ser ofensa a Dios, ofensa infinita al que es infinitamente puro, y que desea más que podamos imaginar que las almas se salven y que no se arruinen eternamente, irremediablemente. Y al mismo tiempo debemos hacer reparación por el daño que produce el pecado, en las almas, en la sociedad, en la naturaleza trastocando el orden del Universo puesto por Dios. No olvidando que nuestras Santas Misas, las celebradas en la verdadera Iglesia, la Palmariana, restauran el universo, restauran las personas, restauran la sociedad en cuanto que haya correspondencia a la gracia. Y también cada uno, con sus buenas obras, su vida de virtud, también restaura el universo en todo lo que el pecado, incluso los propios, trastoca. Todos los palmarianos, con nuestra vida palmariana, estamos restaurando el universo para deshacer el desorden que están produciendo los gobiernos anticristianos.
Por eso, de ninguna manera podemos alabar el pecado que se cometa, ni mantener una actitud ambigua frente a ello, sino deplorarlo interiormente, y exteriormente cuando es posible. No podemos nunca aprobar un pecado, ni bendecirlo, ni escribir documentos autorizando un pecado, y menos todavía bendecir una situación en que se cometa habitualmente, como en un concubinato; y si se da aprobación o ‘bendición’, o asistencia de alguna manera, facilitando medios para que se cometa, se hace reo de la misma ofensa, y si es una ofensa ‘que clama al cielo’ la culpabilidad está en otra escala de gravedad. Y cuando la persona que así actúa ostenta una autoridad, aunque sea falsa, el daño que se produce es incalculable, y la persona debe ser considerada peligrosa para sí misma y peligrosa para la sociedad, y muy necesitada de nuestras oraciones.
Sincretismo. Esta palabra viene de la isla mediterránea de Creta, en donde las distintas ciudades, frecuentemente peleadas entre sí, para enfrentarse contra un enemigo común, se unían, pues el prefijo ‘sin-’ quiere decir ‘unirse’.
Fuera de la Iglesia Católica, esta palabra se ha venido aplicando a las diferentes sectas, casi siempre despectivas entre sí, cuando se unen para un determinado fin, por ejemplo, hoy día, el movimiento ecuménico que propone unir a todas las religiones en una sola para toda la humanidad, con la idea, más probablemente, de derrumbar la Iglesia Católica Verdadera. Pero la Iglesia Católica Verdadera ya no está en Roma, ¡por lo que puedan seguir derrumbando Roma todo lo que quieran, que da igual!
Lo que es nuevo hoy día es la participación de la iglesia romana, que lleva casi 50 años apóstata, y cuyos antipapas han sido los mayores propagadores del sincretismo moderno.
Y ahora hay un jefe sincretista, en Roma, que es el mismo antipapa, que hace de oficiante principal en todas las ceremonias de todas las religiones que le admiten, con el fin de formar una sola religión.
Los últimos antipapas de Roma, sobre todo Juan Pablo II y el actual Francisco, han sido los padres del sincretismo moderno. Han proclamado abiertamente, ante los mismos fieles romanos y ante los jerarcas y prosélitos de las otras sectas religiosas, que la salvación eterna es patrimonio de cualquiera de las religiones existentes, las cuales “¡son todas caminos para llegar al Cielo!”.
Sin embargo, la integridad de la Fe es una doctrina definida por la Iglesia. El Credo de San Atanasio: “El que quiera salvarse primero ha de guardar integra e inviolada la Fe Católica, sin la cual será eternamente perdido.” Numerosos Concilios y decisiones papales han reiterado este dogma (Concilio de Florencia (1438-1445), Profesión de Fe de San Pio IV Magno (1560); el Sílabo de San Pío IX Magno (1864); Concilio Vaticano “De Fide” del año 1870, etc.).
Ha sido la práctica constante de la Iglesia Católica condenar las herejías en cuanto aparezcan, con toda energía, para protegernos de todo error que pudiera mancillar nuestra Fe. ¡Cuántas luchas para salvaguardar el más pequeño artículo de nuestra Fe a través de los siglos!: En los siglos recientes los Papas han condenado el racionalismo, enemigo mortal de la fe y de la moral, y base de todos sus frutos, que son: el americanismo, el socialismo, el laicismo, el comunismo, el liberalismo, el modernismo, etc. Los Papas en El Palmar han condenado además, la democracia, el progresismo y el evolucionismo, y llevado la doctrina y la moral a un nivel muy alto. Entonces, dinos, los que estáis en las sectas y en las otras religiones, ¿cómo podéis recibir a Cristo y María en vuestros corazones a través de los Santos Sacramentos si no aceptáis la doctrina y la moral que la Iglesia Cristiana Palmariana enseña?
Entonces, ¿cómo es posible que uno que muera fuera de la Iglesia se salve?
Gracias a las magistrales enseñanzas del Papa San Gregorio XVII Magnísimo, los Concilios Palmarianos matizan que el juicio particular es “la misteriosa y misericordiosa última oportunidad salvífica dada por Cristo en la hora de la muerte de cada ser humano” para así poder “dar la oportunidad de salvarse al que llegó a la muerte clínica en pecado mortal.”, en la que, el que acepta la predicación de la Divina María decide su propia salvación, sus pecados le son perdonados, se hace miembro de la Iglesia, y así recibirá la sentencia salvífica pronunciada por el Señor.
La Obra de la Redención es en verdad muy poderosa y eficaz, y la Santísima Virgen María, como Madre que es de la Humanidad, se preocupa de hacer todo lo posible para cada alma, para que se salve, y así la gran mayoría de los que mueren escogen la felicidad eterna. Sin embargo, los Concilios Palmarianos definen que son miles de millones los que han escogido el infierno. La doctrina palmariana sobre el juicio particular es extensa, aquí sólo presentamos un esbozo.
¡Vocaciones! Aspirad a la más alta dignidad que puede ejercer un hombre o una mujer.