Las Apariciones de Guadalupe – Iglesia Catolica Palmariana

Las Apariciones de Guadalupe

El hecho más glorioso y trascendental en la historia de Méjico, es, sin género de duda, el de las apariciones de Nuestra Señora de Guadalupe al indio Juan Diego en la Colina del Tepeyac, los días del 9 al 12 de diciembre de 1531, apariciones que culminaron dejándonos su imagen milagrosamente pintada en la tilma de Juan Diego.

Y esas apariciones son el hecho más trascendental de la historia de Méjico, porque antes de ellas los indios se mostraban muy renuentes para aceptar el cristianismo, y apenas les dejó la Virgen Santísima su milagrosa imagen, comenzaron a aceptarlo con la mayor sencillez y facilidad. A la Virgen de Guadalupe debe la Nación Mejicana muchísimo por los innumerables favores que de Ella ha recibido, por el incalculable número de penas que ha consolado, y porque durante muchos años se conservó la Fe en Méjico a pesar de las múltiples asechanzas de que fue objeto por parte de los gobiernos masónicos que tuvieron desde que se consumó la independencia, la peor de las cuales fue la imposición de la escuela laica, que sumió a la mayoría del pueblo mejicano en la más lamentable ignorancia religiosa, entregándolo indefenso al arbitrio de la superstición, del fanatismo y de la herejía; y la Virgen Santísima dio fuerzas a los más de cincuenta mil Mejicanos Mártires de las Cristiadas en el primer tercio del siglo veinte.

El 29 de noviembre de 1972, el entonces vidente Clemente Domínguez visitó el Santuario en Méjico, y la Santísima Virgen María, bajo la advocación de Guadalupe, le dijo: “Quiero que el mundo sepa lo siguiente: Bajo esta Sagrada Advocación de Guadalupe, se han salvado millones y millones de almas; todas aquellas que han querido caminar bajo mi protección y han deseado cobijarse bajo mi Santo Manto.”

Aquí se refiere de qué maravillosa manera se apareció la siempre Virgen María, Madre de Dios, Nuestra Reina, en el Tepeyac, que se denomina Guadalupe. Primero se dejó ver de un pobre indio llamado Juan Diego; y después apareció su preciosa imagen delante del nuevo obispo don Fray Juan de Zumárraga:

Después de tomada la ciudad de Méjico por el conquistador San Hernán Cortés, y cuando terminó la guerra y hubo paz entre los pueblos, entonces empezó a brotar la fe y el conocimiento del verdadero Dios, aumentando el número de fieles de la verdadera Iglesia.

Tuvo lugar la primera aparición en diciembre de 1531. Sucedió que venía un pobre indio, de nombre Juan Diego, de Cuautitlán a Santiago Tlatelolco para oír la Misa en honor de la Virgen María. Llegó al amanecer al cerro del Tepeyac y al pasar, oyó una música semejante al canto de muchos pajarillos preciosos, se detuvo a oírla; callaban a ratos las voces de los cantores, y parecía que el monte les respondía. Su canto, muy suave y deleitoso, sobrepujaba al de todos los pájaros lindos que cantan.

Se paró Juan Diego a ver y dijo para sí: “¿Por ventura soy digno de lo que oigo? ¿Quizás sueño? ¿Me levanto de dormir? ¿Dónde estoy? ¿Acaso en el paraíso terrenal, que dejaron dicho los viejos, nuestros mayores? ¿Acaso ya en el cielo?”

Estaba viendo hacia el oriente, arriba del cerrillo de donde procedía el precioso canto celestial y así que cesó repentinamente y se hizo el silencio, oyó una voz que le llamaba de arriba del cerrillo y le decía: “Juanito, Juan Dieguito.”

Se atrevió Juan Diego a ir adonde le llamaban; muy contento, fue subiendo al cerrillo. Cuando llegó a la cumbre, vio a una Señora de singular hermosura, que estaba allí de pie y que le dijo que se acercara.

Llegado a su presencia, se maravilló mucho de su sobrehumana grandeza: su vestidura era radiante como el sol; el risco en que se posaba difundía resplandores semejantes a piedras preciosas, y relumbraba la tierra como el arco iris, y hacía que las diferentes hierbas que allí crecían, parecían de esmeralda; su follaje, finas turquesas; y sus ramas y espinas brillaban como el oro. Juan Diego se inclinó delante de Ella y oyó su palabra muy suave y cortés, cual de quien atrae y estima mucho. Ella le dijo: “Juanito, el más pequeño de mis hijos, ¿a dónde vas?” Él respondió: “Señora y Niña mía, tengo que llegar a tu casa de Méjico, Tlatilolco, para las cosas divinas que nos dan y enseñan nuestros Sacerdotes, delegados de Nuestro Señor.”

La Virgen entonces le habló y le descubrió su santa voluntad; le dijo: “Sabe y ten entendido, tú, el más pequeño de mis hijos, que Yo soy la siempre Virgen Santa María, Madre del Dios verdadero por quien se vive, Señor del Cielo y de la tierra. Deseo vivamente que se me erija aquí un templo para en él mostrar y dar todo mi amor, compasión, auxilio y defensa, pues Yo soy vuestra piadosa Madre; a ti, a todos vosotros juntos los moradores de esta tierra y a los demás amadores míos que me invoquen y en Mí confíen; oír allí sus lamentos, y remediar todas sus miserias, penas y dolores. Y para realizar lo que mi clemencia pretende, ve al palacio del Obispo de Méjico y le dirás cómo Yo te envío a manifestarle lo que mucho deseo, que aquí en el llano me edifique un templo: le contarás puntualmente cuanto has visto y admirado, y lo que has oído. Ten por seguro que lo agradeceré bien y lo pagaré, porque te haré feliz y merecerás mucho; que Yo recompensaré el trabajo y fatiga con que vas a procurar lo que te encomiendo. Mira que ya has oído mi mandato, hijo mío el más pequeño, anda y pon todo tu esfuerzo.”

Y dicho esto, le mandó fuera a ver al Señor Obispo, le contara todo cuanto había visto, le hiciera saber su voluntad de tener allí un templo y le prometió recompensarle cuanto por Ella hiciera.

Al punto se inclinó delante de Ella y le dijo: “Señora mía, ya voy a cumplir tu mandado; por ahora me despido de ti, yo tu humilde siervo.” Luego bajó inmediatamente para ir a hacer su mandado; y salió a la calzada que viene en línea recta a Méjico ciudad.

Habiendo entrado en la ciudad, sin dilación se fue en derechura al palacio del Obispo, que era el prelado que muy poco antes había venido y se llamaba don fray Juan de Zumárraga, religioso de San Francisco. Apenas llegó, trató de verle; rogó a sus criados que fueran a anunciarle, y pasado un buen rato vinieron a llamarle, que había mandado el señor obispo que entrara.

Luego que entró, se inclinó y arrodilló delante de él; en seguida le dio el recado de la Señora del Cielo; y también le dijo cuanto admiró, vio y oyó. El señor Obispo le recibió benignamente y le oyó con atención; pero pareció que no tuvo por cierto que la Virgen María se le había aparecido, a pesar de que todo cristiano sabe bien que, como decía San Pablo, Dios ha escogido a los necios según el mundo para confundir a los sabios, y a los débiles para confundir a los fuertes. Después de oír toda su plática y su recado, tan solo le respondió: “Déjame pensarlo. Por ahora anda con Dios, y otra vez vendrás, hijo mío, y te oiré más despacio; lo veré muy desde el principio y pensaré en la voluntad y deseo con que has venido.”

Juan Diego salió y se vino triste; porque de ninguna manera se realizó su mensaje. En el mismo día regresó directamente a la cumbre del cerrillo y acertó con la Señora del Cielo, que le estaba aguardando, allí mismo donde la vio la vez primera. Al verla se postró delante de Ella y le dijo: “Señora, Niña mía, fui a donde me enviaste a cumplir tu mandado; aunque con dificultad entré a donde es el asiento del prelado; le vi y expuse tu mensaje, así como me advertiste; me recibió benignamente y me oyó con atención; pero en cuanto me respondió, pareció que no lo tuvo por cierto, me dijo: ‘Otra vez vendrás; te oiré más despacio: veré muy desde el principio el deseo y voluntad con que has venido…’ Comprendí perfectamente en la manera que me respondió, que piensa que es quizás invención mía que Tú quieres que aquí te hagan un templo y que acaso no es de orden tuya; por lo cual, te ruego encarecidamente, Señora y Niña mía, que a alguno de los principales, conocido, respetado y estimado, le encargues que lleve tu mensaje para que le crean. porque yo soy un hombrecillo, soy un cordel, soy una escalerilla de tablas, soy cola, soy hoja, soy gente menuda, y Tú, Niña mía, Señora, me envías a un lugar por donde no ando y donde no paro. Perdóname que te cause gran pesadumbre y caiga en tu enojo, Señora y Dueña mía.” Así rogó a la Virgen Santísima que mejor se sirviera de otro mensajero que valiera más que él que no valía nada, ya que era tan sólo un pobre indio despreciable, y a cuyos palabras el Obispo no había dado crédito.

Le respondió la Santísima Virgen: “Oye, hijo mío el más pequeño, ten entendido que son muchos mis servidores y mensajeros, a quienes puedo encargar que lleven mi mensaje y hagan mi voluntad; pero es de todo punto preciso que tú mismo solicites y ayudes, y que con tu mediación se cumpla mi voluntad. Mucho te ruego, hijo mío el más pequeño, y con rigor te mando, que otra vez vayas mañana a ver al Obispo. Dale parte en mi nombre y hazle saber por entero mi voluntad, que tiene que poner por obra el templo que le pido. Y otra vez dile que Yo en persona, la Siempre Virgen Santa María, Madre de Dios, te envía.” Respondió Juan Diego con toda humildad: “Señora y Niña mía, no te cause yo aflicción; de muy buena gana iré a cumplir tu mandado; de ninguna manera dejaré de hacerlo ni tengo por penoso el camino. Iré a hacer tu voluntad; pero acaso no seré oído con agrado; o si fuere oído, quizás no se me creerá. Mañana en la tarde, cuando se ponga el sol, vendré a dar razón de tu mensaje con lo que responda el prelado. Ya de ti me despido, mi Niña y Señora. Descansa entre tanto.”

Luego se fue él a descansar a su casa. Al día siguiente, domingo, muy de madrugada, salió de su casa y se vino derecho a Tlatilolco, a instruirse en las cosas divinas y ver enseguida al prelado.

Después de haber oído Misa, se fue Juan Diego al palacio del señor obispo. Apenas llegó, hizo todo empeño por verlo, otra vez con mucha dificultad le vio: se arrodilló a sus pies; se entristeció y lloró al exponerle el mandato de la Señora del Cielo; que ojalá que creyera su mensaje, y la voluntad de la Inmaculada, de erigirle su templo donde manifestó que lo quería.

El señor obispo, para cerciorarse, le preguntó muchas cosas, dónde la vio y cómo era; y él refirió todo perfectamente al señor obispo. Le explicó con precisión la figura de Ella y cuanto había visto y admirado, que en todo se descubría ser Ella la Siempre Virgen Santísima Madre del Salvador Nuestro Señor Jesucristo. Esta vez llamó la atención del señor Obispo la firmeza con que Juan Diego daba el mensaje y describió a la Señora que lo mandaba, y que ratificaba todo, sin dudar, ni retractar nada; sin embargo, dijo que no solamente por su plática y solicitud se había de hacer lo que pedía, sino que, además, era muy necesaria alguna señal, para que se le pudiera creer que le enviaba la misma Señora del Cielo. Así que lo oyó, Juan Diego le preguntó qué señal quería para luego ir a pedírsela a la Señora del Cielo, pero el Obispo no lo precisó y le despidió.

Mandó inmediatamente a unas gentes de su casa en quienes podía confiar, que le vinieran siguiendo y vigilando a dónde iba y a quién veía y hablaba. Así se hizo. Juan Diego se vino derecho y caminó por la calzada; los que lo siguieron no lo vieron hablar con nadie, pero al pasar el puente que había al terminar la calzada, lo perdieron de vista y, aunque buscaron por todas partes, en ninguna le vieron. Así es que regresaron, no solamente porque se fastidiaron, sino también porque les estorbó su intento y les dio enojo. Fueron a informar al señor obispo, inclinándole a que no le creyera, y le dijeron que no más le engañaba; que sólo inventaba lo que venía a decir, o que únicamente soñaba lo que decía y pedía; y en suma discurrieron que si otra vez volvía, le habían de coger y castigar con dureza, para que nunca más mintiera ni engañara.

Entre tanto, Juan Diego que no se había dado cuenta de que lo seguían, cuando llegó al puente siguió su camino hasta el lugar donde solía ver a la Santísima Virgen, ahí la encontró, y con toda naturalidad le hizo saber que el señor Obispo pedía una señal para cerciorarse de que era Ella quien lo mandaba. La Señora le respondió: “Bien está, hijo mío, volverás aquí mañana para que lleves al Obispo la señal que te ha pedido; con eso él creerá y acerca de esto ya no dudará ni de ti sospechará, y sábete, hijito mío, que Yo te pagaré tu cuidado y el trabajo y cansancio que por Mí has emprendido; ea, vete ahora; que mañana aquí te aguardo.”

Al día siguiente, lunes, cuando tenía que llevar Juan Diego alguna señal para ser creído, ya no volvió, porque cuando llegó a su casa, a un tío que tenía, llamado Juan Bernardino, le había dado la enfermedad de la peste, y estaba muy grave. Primero fue a llamar a un médico y le auxilió; pero ya no era tiempo, ya estaba muy grave.

Por la noche, le rogó su tío que de madrugada saliera, y viniera a Tlatilolco a llamar un sacerdote, que fuera a confesarle y disponerle, porque estaba muy cierto de que era tiempo de morir y que ya no se levantaría ni sanaría. El martes, muy de madrugada, se vino Juan Diego de su casa a Tlatilolco a llamar al sacerdote; y cuando venía llegando al camino que sale junto a la ladera del cerrillo del Tepeyac, hacia el poniente, por donde tenía costumbre de pasar, dijo: “Si me voy derecho, no sea que me vaya a ver la Señora, y en todo caso me detenga, para que llevase la señal al prelado, según me previno: que primero nuestra aflicción nos deje y primero llame yo deprisa al sacerdote; el pobre de mi tío lo está ciertamente aguardando.”

Luego, dio vuelta al cerro, subió por entre él y pasó al otro lado, hacia el oriente, para llegar pronto a Méjico y que no le detuviera la Señora del Cielo, pues era urgente llamar al sacerdote.

Pensó que por donde dio vuelta, no podía verle la Virgen que está mirando bien a todas partes, pero pronto vio a la Señora del Cielo bajar de la cumbre del cerrillo donde solía verla. Salió a su encuentro a un lado del cerro y le dijo: “¿Qué hay, hijo mío el más pequeño? ¿Adónde vas?”

Juan Diego se inclinó delante de Ella; le saludó y con toda sencillez la hizo saber que su tío estaba gravemente enfermo e iba en busca de un confesor, después de lo cual iría con gusto a llevar el mensaje y la señal que le diera para el Obispo. Después de oír la plática de Juan Diego, respondió la piadosísima Virgen: “Oye y ten entendido, hijo mío el más pequeño, que es nada lo que te asusta y aflige; no se turbe tu corazón, no temas esa enfermedad, ni otra alguna enfermedad y angustia. ¿No estoy Yo aquí, que soy tu Madre? ¿No estás bajo mi sombra? ¿No soy Yo tu salud? ¿No estás por ventura en mi regazo? ¿Qué más has menester? No te apene ni te inquiete otra cosa; no te aflija la enfermedad de tu tío, que no morirá ahora de ella: está seguro que ya sanó.” Cuando Juan Diego oyó estas palabras de la Señora del Cielo, se consoló mucho; quedó contento y convencido y sin ocuparse más en buscar un confesor para su tío, que en ese mismo punto y hora quedó sanado de su enfermedad. Le pidió que cuanto antes le despachara a ver al señor obispo, a llevarle alguna señal y prueba, a fin de que le creyera.

La Señora del Cielo le ordenó entonces que subiera a la cumbre, donde antes la veía. Le dijo: “Sube, hijo mío el más pequeño, a la cumbre del cerrillo, allí donde me viste y te di órdenes, y hallarás que hay diferentes flores; córtalas, júntalas, recógelas; enseguida baja y tráelas a mi presencia.”

Al punto subió Juan Diego al cerrillo y cuando llegó a la cumbre se asombró mucho de que hubieran brotado tantas variadas y exquisitas rosas, antes del tiempo en que se dan, porque a la sazón se encrudecía el hielo; estaban muy fragantes y llenas de rocío de la noche, que semejaba perlas preciosas.

Luego se puso a cortar de ellas cuantas pudieron caber en su tilma o delantal; las juntó y las echó en su regazo. Bajó inmediatamente y trajo a la Señora del Cielo las diferentes rosas que fue a cortar; la que, así como las vio, las cogió con su mano y otra vez se las echó en el regazo, diciéndole: “Hijo mío el más pequeño, esta diversidad de rosas es la prueba y señal que llevarás al Obispo. Le dirás en mi nombre que vea en ella mi voluntad y que él tiene que cumplirla. Tú eres mi embajador, muy digno de confianza. Rigurosamente te ordeno que sólo delante del obispo despliegues tu manta y descubras lo que llevas. Contarás bien todo; dirás que te mandé subir a la cumbre del cerrillo que fueras a cortar flores; y todo lo que viste y admiraste; para que puedas inducir al prelado a que te dé su ayuda, con objeto de que se haga y erija el templo que he pedido.” Después que la Señora del Cielo le dio su consejo, se puso en camino por la calzada que va derecho a Méjico ciudad; camina contento y seguro de salir bien, trayendo con mucho cuidado lo que portaba en su regazo, no fuera que algo se le soltara de las manos, y gozándose en la fragancia de las variadas y hermosas flores.

Aunque los criados lo hicieron esperar largo rato, al fin pudo ver Juan Diego al Obispo. Cuando entró, se humilló delante de él, así como antes lo hiciera, y contó de nuevo todo lo que había visto y admirado, y también su mensaje. Dijo: “Señor, hice lo que me ordenaste, que fuera a decir a mi Ama, la Señora del Cielo, Santa María, preciosa Madre de Dios, que pedías una señal para poder creerme que le has de hacer el templo donde Ella te pide que lo erijas; y además le dije que yo te había dado mi palabra de traerte alguna señal y prueba, que me encargaste, de su voluntad. Condescendió a tu recado y acogió benignamente lo que pides, alguna señal y prueba para que se cumpla su voluntad. Hoy muy temprano me mandó que otra vez viniera a verte; le pedí la señal para que me creyeras, según me había dicho que me la daría; y al punto lo cumplió: me despachó a la cumbre del cerrillo, donde antes yo la viera, a que fuese a cortar varias rosas. Después me fui a cortarlas, las traje abajo; las cogió con su mano y de nuevo las echó en mi regazo, para que te las trajera y a ti en persona te las diera. Aunque yo sabía bien que la cumbre del cerrillo no es lugar en que se den flores, porque sólo hay muchos riscos, abrojos, espinas, nopales y mezquites, no por eso dudé; cuando fui llegando a la cumbre del cerrillo miré que estaba en el paraíso, donde había juntas todas las varias y exquisitas flores, brillantes de rocío, que luego fui a cortar. Ella me dijo por qué te las había de entregar; y así lo hago, para que en ellas veas la señal que pides y cumplas su voluntad; y también para que aparezca la verdad de mi palabra y de mi mensaje. He las aquí: recíbelas.”

Desenvolvió luego su blanca manta, pues tenía en su regazo las flores; y se esparcieron por el suelo todas las diferentes rosas, que eran rosas de Castilla que el Obispo bien conocía, y en ese momento se dibujó en la prenda y apareció de repente la preciosa imagen de la siempre Virgen Santa María, Madre de Dios, de la manera que está y se guarda hoy en su templo del Tepeyac, que se nombra Guadalupe.

Además de este milagro, se produjo otro gran prodigio, que no fue notado sino hasta mucho tiempo después: cuando Juan Diego extendió su tilma ante el Obispo y las demás personas presentes, la escena quedó grabada en los ojos de la milagrosa imagen de la Santísima Virgen de Guadalupe.

Luego que la vio el señor obispo, él y todos los que allí estaban se arrodillaron; mucho la admiraron; se levantaron; se entristecieron y acongojaron, mostrando que la contemplaron con el corazón y con el pensamiento.

El señor obispo, con lágrimas de tristeza oró y pidió perdón de no haber puesto en obra su voluntad y su mandato. Cuando se puso de pie, desató del cuello de Juan Diego, del que estaba atada, la manta en que se dibujó y apareció la Señora del Cielo. Luego la llevó y fue a ponerla en su oratorio. Un día más permaneció Juan Diego en la casa del obispo que aún le detuvo. Al día siguiente, le dijo: “Ea, a mostrar dónde es voluntad de la Señora del Cielo que le erija su templo.”

Inmediatamente se convidó a todos para hacerlo. No bien Juan Diego señaló dónde había mandado la Señora del Cielo que se levantara su templo, pidió licencia de irse. Quería ahora ir a su casa a ver a su tío Juan Bernardino, el cual estaba muy grave cuando le dejó y fue a llamar a un sacerdote que fuera a confesarle y disponerle, y le dijo la Señora del Cielo que ya había sanado.

Pero no le dejaron ir solo, sino que le acompañaron a su casa. Al llegar, vieron a su tío que estaba muy contento y que nada le dolía. Se asombró mucho de que llegara acompañado y muy honrado su sobrino; Juan Diego explicó el motivo por el que llegaba tan bien acompañado y le refirió las apariciones y que la Virgen le había dicho que él estaba curado. Manifestó su tío ser cierto que entonces le sanó y que la vio del mismo modo en que se aparecía a su sobrino; sabiendo por Ella que le había enviado a Méjico a ver al obispo, y añadió que le había dicho que dijera al señor Obispo lo que vio y de qué manera milagrosa le había sanado; y que había de nombrarse su bendita imagen, la siempre Virgen Santa María de Guadalupe. Según los intérpretes, la palabra ‘Guadalupe’ en la lengua de los indígenas significa: ‘La que aplasta la cabeza de la serpiente.’

El Obispo tuvo esta otra comprobación de la presencia de la Virgen Santísima en el Tepeyac, que fue la curación maravillosa del tío de Juan Diego, a quien se reveló el nombre que habría que dar a la Virgen María. A Juan Bernardino y a su sobrino, los hospedó el obispo en su casa algunos días, hasta que se erigió el templo de la Reina del Tepeyac.

El señor Obispo trasladó a la Iglesia Mayor la santa imagen de la amada Señora del Cielo; la sacó del oratorio de su palacio, donde estaba, para que toda la gente viera y admirara su bendita imagen. La ciudad entera se conmovió: venía a ver y admirar su devota imagen, y a hacerle oración. Mucho le maravillaba que se hubiese aparecido por milagro divino; porque ninguna persona de este mundo pintó la preciosa imagen.

Otra prueba de la verdad de las apariciones es la prodigiosa propagación de la Fe: en diez años de heroicos esfuerzos, los virtuosos Misioneros que vinieron a propagarla, sólo consiguieron bautizar a muy pocos indios, y de ellos la mayor parte fueron niños pequeñitos o recién nacidos; después de la venida de la Virgen, los indios pedían el bautismo en tal número, que no daban abasto los Ministros del Señor para bautizarlos. El historiador y misionero Motolinia dice que se convirtieron en su tiempo nueve millones, después de las apariciones.

Es notable la universalidad y el arraigo de la creencia en las apariciones de la Virgen Santísima: Puede decirse que todos los mejicanos de todas las partes y de todos los tiempos, han tenido en las apariciones de la Virgen, una fe firmísima, que no han podido debilitar las contradicciones de algunos impugna­dores ni los ataques de sus enemigos; antes cada día se arraigaba más esta creencia y se aumentaba la devoción a la Virgen Santísima de Guadalupe; ya en los siglos diecisiete y dieciocho se había extendido a Centroamérica y Filipinas.

Otro milagro es la conservación de la sagrada imagen a través de los grandes peligros de destrucción a que ha estado expuesta y entre los que hay que citar el haber sido dinamitada en noviembre de 1921; la bomba, colocada junto a la sagra­da imagen, causó diversos perjuicios en el templo; un pesado crucifijo de bronce que estaba sobre el altar fue lanzado a distancia y quedó doblado en arco; el cua­dro de San Juan Nepomuceno, que estaba detrás del altar y era muy pesado quedó casi desplazado, pero ni el vidrio del cuadro que guarda la imagen se rompió.

El jueves 4 de diciembre de 1980, en Méjico, D.F., a las 12 del mediodía, el Papa San Gregorio XVII oró fervorosamente ante el Sagrado Cuadro de Nuestra Señora de Guadalupe. La oración tuvo que hacerla fuera del asqueroso y repugnante templo moderno, en donde se venera el cuadro de la Virgen María, ya que daba comienzo, en aquel momento, una satánica misa progresista. Sin embargo, desde aquel lugar se veía perfectamente a la Santísima Virgen. Después de la oración, Su Santidad dio la Bendición.

Es interesante que la aparición de la Santísima Virgen María de Guadalupe sucedió en el año 1531, cuando el perverso rey Enrique VIII de Inglaterra repudió a su legítima esposa para casarse con otra mujer y así llevó su nación a la apostasía; pero, gracias a aquella aparición, la Santa Iglesia recibió nuevos miembros para reemplazar a los apóstatas y conquistó un nuevo continente para sustituir a las naciones que se perdieron al protestantismo. Así se cumplió lo de la parábola de los invitados a la boda, y fue llamado a la Iglesia un pueblo que, sólo una década antes, todavía se dedicaba a la idolatría y sacrificios rituales de humanos.

Gracias al milagro de la Virgen Santísima, los mejicanos recibieron la Fe que los ingleses perdieron. Así también los palmarianos tenemos que agradecer a María Santísima por habernos dado la Fe que la iglesia en Roma perdió por su apostasía; incluso nos dio una Fe más enriquecida que antes, en la doctrina palmariana. Tenemos que corresponder a esas gracias que nos fueron concedidas. Cuando la iglesia con sede en Roma perdió la fe, María Santísima ha concentrado su atención en un pequeño lugar, derramando todas sus gracias en este oasis en el desierto donde está refugiada la Iglesia. Cuando se concentran los rayos del sol, con una lupa, en un solo punto, entonces se forma una luz muy intensa y gran calor. De esta manera en El Palmar brilla la Fe, enriquecida y esclarecida, y también, bajo esos rayos magnificados, tiene que arder el fuego del amor divino en nuestros corazones para así corresponder a la predilección que la Santa Madre de Dios nos ha mostrado en sus apariciones.

Igualmente en El Palmar se cumplió lo de la parábola de los invitados a la boda, pues una vez más, Jesús ha escogido a hombres humildes y sencillos para constituir su Iglesia; y, a su vez, ha prescindido de los jerarcas de la iglesia romana, quienes, habiendo sido llamados antes, rechazaron su invitación. Al igual que en Guadalupe, fue pedida la construcción de un templo en donde se venera una imagen milagrosamente pintada, aquí la Santa Faz de la Sábana Santa.

El hecho más glorioso y trascendental en la historia de Méjico, es, sin género de duda, el de las apariciones de Nuestra Señora de Guadalupe al indio Juan Diego en la Colina del Tepeyac, los días del 9 al 12 de diciembre de 1531, apariciones que culminaron dejándonos su imagen milagrosamente pintada en la tilma de Juan Diego.

Y esas apariciones son el hecho más trascendental de la historia de Méjico, porque antes de ellas los indios se mostraban muy renuentes para aceptar el cristianismo, y apenas les dejó la Virgen Santísima su milagrosa imagen, comenzaron a aceptarlo con la mayor sencillez y facilidad. A la Virgen de Guadalupe debe la Nación Mejicana muchísimo por los innumerables favores que de Ella ha recibido, por el incalculable número de penas que ha consolado, y porque durante muchos años se conservó la Fe en Méjico a pesar de las múltiples asechanzas de que fue objeto por parte de los gobiernos masónicos que tuvieron desde que se consumó la independencia, la peor de las cuales fue la imposición de la escuela laica, que sumió a la mayoría del pueblo mejicano en la más lamentable ignorancia religiosa, entregándolo indefenso al arbitrio de la superstición, del fanatismo y de la herejía; y la Virgen Santísima dio fuerzas a los más de cincuenta mil Mejicanos Mártires de las Cristiadas en el primer tercio del siglo veinte.

El 29 de noviembre de 1972, el entonces vidente Clemente Domínguez visitó el Santuario en Méjico, y la Santísima Virgen María, bajo la advocación de Guadalupe, le dijo: “Quiero que el mundo sepa lo siguiente: Bajo esta Sagrada Advocación de Guadalupe, se han salvado millones y millones de almas; todas aquellas que han querido caminar bajo mi protección y han deseado cobijarse bajo mi Santo Manto.”

Aquí se refiere de qué maravillosa manera se apareció la siempre Virgen María, Madre de Dios, Nuestra Reina, en el Tepeyac, que se denomina Guadalupe. Primero se dejó ver de un pobre indio llamado Juan Diego; y después apareció su preciosa imagen delante del nuevo obispo don Fray Juan de Zumárraga:

Después de tomada la ciudad de Méjico por el conquistador San Hernán Cortés, y cuando terminó la guerra y hubo paz entre los pueblos, entonces empezó a brotar la fe y el conocimiento del verdadero Dios, aumentando el número de fieles de la verdadera Iglesia.

Tuvo lugar la primera aparición en diciembre de 1531. Sucedió que venía un pobre indio, de nombre Juan Diego, de Cuautitlán a Santiago Tlatelolco para oír la Misa en honor de la Virgen María. Llegó al amanecer al cerro del Tepeyac y al pasar, oyó una música semejante al canto de muchos pajarillos preciosos, se detuvo a oírla; callaban a ratos las voces de los cantores, y parecía que el monte les respondía. Su canto, muy suave y deleitoso, sobrepujaba al de todos los pájaros lindos que cantan.

Se paró Juan Diego a ver y dijo para sí: “¿Por ventura soy digno de lo que oigo? ¿Quizás sueño? ¿Me levanto de dormir? ¿Dónde estoy? ¿Acaso en el paraíso terrenal, que dejaron dicho los viejos, nuestros mayores? ¿Acaso ya en el cielo?”

Estaba viendo hacia el oriente, arriba del cerrillo de donde procedía el precioso canto celestial y así que cesó repentinamente y se hizo el silencio, oyó una voz que le llamaba de arriba del cerrillo y le decía: “Juanito, Juan Dieguito.”

Se atrevió Juan Diego a ir adonde le llamaban; muy contento, fue subiendo al cerrillo. Cuando llegó a la cumbre, vio a una Señora de singular hermosura, que estaba allí de pie y que le dijo que se acercara.

Llegado a su presencia, se maravilló mucho de su sobrehumana grandeza: su vestidura era radiante como el sol; el risco en que se posaba difundía resplandores semejantes a piedras preciosas, y relumbraba la tierra como el arco iris, y hacía que las diferentes hierbas que allí crecían, parecían de esmeralda; su follaje, finas turquesas; y sus ramas y espinas brillaban como el oro. Juan Diego se inclinó delante de Ella y oyó su palabra muy suave y cortés, cual de quien atrae y estima mucho. Ella le dijo: “Juanito, el más pequeño de mis hijos, ¿a dónde vas?” Él respondió: “Señora y Niña mía, tengo que llegar a tu casa de Méjico, Tlatilolco, para las cosas divinas que nos dan y enseñan nuestros Sacerdotes, delegados de Nuestro Señor.”

La Virgen entonces le habló y le descubrió su santa voluntad; le dijo: “Sabe y ten entendido, tú, el más pequeño de mis hijos, que Yo soy la siempre Virgen Santa María, Madre del Dios verdadero por quien se vive, Señor del Cielo y de la tierra. Deseo vivamente que se me erija aquí un templo para en él mostrar y dar todo mi amor, compasión, auxilio y defensa, pues Yo soy vuestra piadosa Madre; a ti, a todos vosotros juntos los moradores de esta tierra y a los demás amadores míos que me invoquen y en Mí confíen; oír allí sus lamentos, y remediar todas sus miserias, penas y dolores. Y para realizar lo que mi clemencia pretende, ve al palacio del Obispo de Méjico y le dirás cómo Yo te envío a manifestarle lo que mucho deseo, que aquí en el llano me edifique un templo: le contarás puntualmente cuanto has visto y admirado, y lo que has oído. Ten por seguro que lo agradeceré bien y lo pagaré, porque te haré feliz y merecerás mucho; que Yo recompensaré el trabajo y fatiga con que vas a procurar lo que te encomiendo. Mira que ya has oído mi mandato, hijo mío el más pequeño, anda y pon todo tu esfuerzo.”

Y dicho esto, le mandó fuera a ver al Señor Obispo, le contara todo cuanto había visto, le hiciera saber su voluntad de tener allí un templo y le prometió recompensarle cuanto por Ella hiciera.

Al punto se inclinó delante de Ella y le dijo: “Señora mía, ya voy a cumplir tu mandado; por ahora me despido de ti, yo tu humilde siervo.” Luego bajó inmediatamente para ir a hacer su mandado; y salió a la calzada que viene en línea recta a Méjico ciudad.

Habiendo entrado en la ciudad, sin dilación se fue en derechura al palacio del Obispo, que era el prelado que muy poco antes había venido y se llamaba don fray Juan de Zumárraga, religioso de San Francisco. Apenas llegó, trató de verle; rogó a sus criados que fueran a anunciarle, y pasado un buen rato vinieron a llamarle, que había mandado el señor obispo que entrara.

Luego que entró, se inclinó y arrodilló delante de él; en seguida le dio el recado de la Señora del Cielo; y también le dijo cuanto admiró, vio y oyó. El señor Obispo le recibió benignamente y le oyó con atención; pero pareció que no tuvo por cierto que la Virgen María se le había aparecido, a pesar de que todo cristiano sabe bien que, como decía San Pablo, Dios ha escogido a los necios según el mundo para confundir a los sabios, y a los débiles para confundir a los fuertes. Después de oír toda su plática y su recado, tan solo le respondió: “Déjame pensarlo. Por ahora anda con Dios, y otra vez vendrás, hijo mío, y te oiré más despacio; lo veré muy desde el principio y pensaré en la voluntad y deseo con que has venido.”

Juan Diego salió y se vino triste; porque de ninguna manera se realizó su mensaje. En el mismo día regresó directamente a la cumbre del cerrillo y acertó con la Señora del Cielo, que le estaba aguardando, allí mismo donde la vio la vez primera. Al verla se postró delante de Ella y le dijo: “Señora, Niña mía, fui a donde me enviaste a cumplir tu mandado; aunque con dificultad entré a donde es el asiento del prelado; le vi y expuse tu mensaje, así como me advertiste; me recibió benignamente y me oyó con atención; pero en cuanto me respondió, pareció que no lo tuvo por cierto, me dijo: ‘Otra vez vendrás; te oiré más despacio: veré muy desde el principio el deseo y voluntad con que has venido…’ Comprendí perfectamente en la manera que me respondió, que piensa que es quizás invención mía que Tú quieres que aquí te hagan un templo y que acaso no es de orden tuya; por lo cual, te ruego encarecidamente, Señora y Niña mía, que a alguno de los principales, conocido, respetado y estimado, le encargues que lleve tu mensaje para que le crean. porque yo soy un hombrecillo, soy un cordel, soy una escalerilla de tablas, soy cola, soy hoja, soy gente menuda, y Tú, Niña mía, Señora, me envías a un lugar por donde no ando y donde no paro. Perdóname que te cause gran pesadumbre y caiga en tu enojo, Señora y Dueña mía.” Así rogó a la Virgen Santísima que mejor se sirviera de otro mensajero que valiera más que él que no valía nada, ya que era tan sólo un pobre indio despreciable, y a cuyos palabras el Obispo no había dado crédito.

Le respondió la Santísima Virgen: “Oye, hijo mío el más pequeño, ten entendido que son muchos mis servidores y mensajeros, a quienes puedo encargar que lleven mi mensaje y hagan mi voluntad; pero es de todo punto preciso que tú mismo solicites y ayudes, y que con tu mediación se cumpla mi voluntad. Mucho te ruego, hijo mío el más pequeño, y con rigor te mando, que otra vez vayas mañana a ver al Obispo. Dale parte en mi nombre y hazle saber por entero mi voluntad, que tiene que poner por obra el templo que le pido. Y otra vez dile que Yo en persona, la Siempre Virgen Santa María, Madre de Dios, te envía.” Respondió Juan Diego con toda humildad: “Señora y Niña mía, no te cause yo aflicción; de muy buena gana iré a cumplir tu mandado; de ninguna manera dejaré de hacerlo ni tengo por penoso el camino. Iré a hacer tu voluntad; pero acaso no seré oído con agrado; o si fuere oído, quizás no se me creerá. Mañana en la tarde, cuando se ponga el sol, vendré a dar razón de tu mensaje con lo que responda el prelado. Ya de ti me despido, mi Niña y Señora. Descansa entre tanto.”

Luego se fue él a descansar a su casa. Al día siguiente, domingo, muy de madrugada, salió de su casa y se vino derecho a Tlatilolco, a instruirse en las cosas divinas y ver enseguida al prelado.

Después de haber oído Misa, se fue Juan Diego al palacio del señor obispo. Apenas llegó, hizo todo empeño por verlo, otra vez con mucha dificultad le vio: se arrodilló a sus pies; se entristeció y lloró al exponerle el mandato de la Señora del Cielo; que ojalá que creyera su mensaje, y la voluntad de la Inmaculada, de erigirle su templo donde manifestó que lo quería.

El señor obispo, para cerciorarse, le preguntó muchas cosas, dónde la vio y cómo era; y él refirió todo perfectamente al señor obispo. Le explicó con precisión la figura de Ella y cuanto había visto y admirado, que en todo se descubría ser Ella la Siempre Virgen Santísima Madre del Salvador Nuestro Señor Jesucristo. Esta vez llamó la atención del señor Obispo la firmeza con que Juan Diego daba el mensaje y describió a la Señora que lo mandaba, y que ratificaba todo, sin dudar, ni retractar nada; sin embargo, dijo que no solamente por su plática y solicitud se había de hacer lo que pedía, sino que, además, era muy necesaria alguna señal, para que se le pudiera creer que le enviaba la misma Señora del Cielo. Así que lo oyó, Juan Diego le preguntó qué señal quería para luego ir a pedírsela a la Señora del Cielo, pero el Obispo no lo precisó y le despidió.

Mandó inmediatamente a unas gentes de su casa en quienes podía confiar, que le vinieran siguiendo y vigilando a dónde iba y a quién veía y hablaba. Así se hizo. Juan Diego se vino derecho y caminó por la calzada; los que lo siguieron no lo vieron hablar con nadie, pero al pasar el puente que había al terminar la calzada, lo perdieron de vista y, aunque buscaron por todas partes, en ninguna le vieron. Así es que regresaron, no solamente porque se fastidiaron, sino también porque les estorbó su intento y les dio enojo. Fueron a informar al señor obispo, inclinándole a que no le creyera, y le dijeron que no más le engañaba; que sólo inventaba lo que venía a decir, o que únicamente soñaba lo que decía y pedía; y en suma discurrieron que si otra vez volvía, le habían de coger y castigar con dureza, para que nunca más mintiera ni engañara.

Entre tanto, Juan Diego que no se había dado cuenta de que lo seguían, cuando llegó al puente siguió su camino hasta el lugar donde solía ver a la Santísima Virgen, ahí la encontró, y con toda naturalidad le hizo saber que el señor Obispo pedía una señal para cerciorarse de que era Ella quien lo mandaba. La Señora le respondió: “Bien está, hijo mío, volverás aquí mañana para que lleves al Obispo la señal que te ha pedido; con eso él creerá y acerca de esto ya no dudará ni de ti sospechará, y sábete, hijito mío, que Yo te pagaré tu cuidado y el trabajo y cansancio que por Mí has emprendido; ea, vete ahora; que mañana aquí te aguardo.”

Al día siguiente, lunes, cuando tenía que llevar Juan Diego alguna señal para ser creído, ya no volvió, porque cuando llegó a su casa, a un tío que tenía, llamado Juan Bernardino, le había dado la enfermedad de la peste, y estaba muy grave. Primero fue a llamar a un médico y le auxilió; pero ya no era tiempo, ya estaba muy grave.

Por la noche, le rogó su tío que de madrugada saliera, y viniera a Tlatilolco a llamar un sacerdote, que fuera a confesarle y disponerle, porque estaba muy cierto de que era tiempo de morir y que ya no se levantaría ni sanaría. El martes, muy de madrugada, se vino Juan Diego de su casa a Tlatilolco a llamar al sacerdote; y cuando venía llegando al camino que sale junto a la ladera del cerrillo del Tepeyac, hacia el poniente, por donde tenía costumbre de pasar, dijo: “Si me voy derecho, no sea que me vaya a ver la Señora, y en todo caso me detenga, para que llevase la señal al prelado, según me previno: que primero nuestra aflicción nos deje y primero llame yo deprisa al sacerdote; el pobre de mi tío lo está ciertamente aguardando.”

Luego, dio vuelta al cerro, subió por entre él y pasó al otro lado, hacia el oriente, para llegar pronto a Méjico y que no le detuviera la Señora del Cielo, pues era urgente llamar al sacerdote.

Pensó que por donde dio vuelta, no podía verle la Virgen que está mirando bien a todas partes, pero pronto vio a la Señora del Cielo bajar de la cumbre del cerrillo donde solía verla. Salió a su encuentro a un lado del cerro y le dijo: “¿Qué hay, hijo mío el más pequeño? ¿Adónde vas?”

Juan Diego se inclinó delante de Ella; le saludó y con toda sencillez la hizo saber que su tío estaba gravemente enfermo e iba en busca de un confesor, después de lo cual iría con gusto a llevar el mensaje y la señal que le diera para el Obispo. Después de oír la plática de Juan Diego, respondió la piadosísima Virgen: “Oye y ten entendido, hijo mío el más pequeño, que es nada lo que te asusta y aflige; no se turbe tu corazón, no temas esa enfermedad, ni otra alguna enfermedad y angustia. ¿No estoy Yo aquí, que soy tu Madre? ¿No estás bajo mi sombra? ¿No soy Yo tu salud? ¿No estás por ventura en mi regazo? ¿Qué más has menester? No te apene ni te inquiete otra cosa; no te aflija la enfermedad de tu tío, que no morirá ahora de ella: está seguro que ya sanó.” Cuando Juan Diego oyó estas palabras de la Señora del Cielo, se consoló mucho; quedó contento y convencido y sin ocuparse más en buscar un confesor para su tío, que en ese mismo punto y hora quedó sanado de su enfermedad. Le pidió que cuanto antes le despachara a ver al señor obispo, a llevarle alguna señal y prueba, a fin de que le creyera.

La Señora del Cielo le ordenó entonces que subiera a la cumbre, donde antes la veía. Le dijo: “Sube, hijo mío el más pequeño, a la cumbre del cerrillo, allí donde me viste y te di órdenes, y hallarás que hay diferentes flores; córtalas, júntalas, recógelas; enseguida baja y tráelas a mi presencia.”

Al punto subió Juan Diego al cerrillo y cuando llegó a la cumbre se asombró mucho de que hubieran brotado tantas variadas y exquisitas rosas, antes del tiempo en que se dan, porque a la sazón se encrudecía el hielo; estaban muy fragantes y llenas de rocío de la noche, que semejaba perlas preciosas.

Luego se puso a cortar de ellas cuantas pudieron caber en su tilma o delantal; las juntó y las echó en su regazo. Bajó inmediatamente y trajo a la Señora del Cielo las diferentes rosas que fue a cortar; la que, así como las vio, las cogió con su mano y otra vez se las echó en el regazo, diciéndole: “Hijo mío el más pequeño, esta diversidad de rosas es la prueba y señal que llevarás al Obispo. Le dirás en mi nombre que vea en ella mi voluntad y que él tiene que cumplirla. Tú eres mi embajador, muy digno de confianza. Rigurosamente te ordeno que sólo delante del obispo despliegues tu manta y descubras lo que llevas. Contarás bien todo; dirás que te mandé subir a la cumbre del cerrillo que fueras a cortar flores; y todo lo que viste y admiraste; para que puedas inducir al prelado a que te dé su ayuda, con objeto de que se haga y erija el templo que he pedido.” Después que la Señora del Cielo le dio su consejo, se puso en camino por la calzada que va derecho a Méjico ciudad; camina contento y seguro de salir bien, trayendo con mucho cuidado lo que portaba en su regazo, no fuera que algo se le soltara de las manos, y gozándose en la fragancia de las variadas y hermosas flores.

Aunque los criados lo hicieron esperar largo rato, al fin pudo ver Juan Diego al Obispo. Cuando entró, se humilló delante de él, así como antes lo hiciera, y contó de nuevo todo lo que había visto y admirado, y también su mensaje. Dijo: “Señor, hice lo que me ordenaste, que fuera a decir a mi Ama, la Señora del Cielo, Santa María, preciosa Madre de Dios, que pedías una señal para poder creerme que le has de hacer el templo donde Ella te pide que lo erijas; y además le dije que yo te había dado mi palabra de traerte alguna señal y prueba, que me encargaste, de su voluntad. Condescendió a tu recado y acogió benignamente lo que pides, alguna señal y prueba para que se cumpla su voluntad. Hoy muy temprano me mandó que otra vez viniera a verte; le pedí la señal para que me creyeras, según me había dicho que me la daría; y al punto lo cumplió: me despachó a la cumbre del cerrillo, donde antes yo la viera, a que fuese a cortar varias rosas. Después me fui a cortarlas, las traje abajo; las cogió con su mano y de nuevo las echó en mi regazo, para que te las trajera y a ti en persona te las diera. Aunque yo sabía bien que la cumbre del cerrillo no es lugar en que se den flores, porque sólo hay muchos riscos, abrojos, espinas, nopales y mezquites, no por eso dudé; cuando fui llegando a la cumbre del cerrillo miré que estaba en el paraíso, donde había juntas todas las varias y exquisitas flores, brillantes de rocío, que luego fui a cortar. Ella me dijo por qué te las había de entregar; y así lo hago, para que en ellas veas la señal que pides y cumplas su voluntad; y también para que aparezca la verdad de mi palabra y de mi mensaje. He las aquí: recíbelas.”

Desenvolvió luego su blanca manta, pues tenía en su regazo las flores; y se esparcieron por el suelo todas las diferentes rosas, que eran rosas de Castilla que el Obispo bien conocía, y en ese momento se dibujó en la prenda y apareció de repente la preciosa imagen de la siempre Virgen Santa María, Madre de Dios, de la manera que está y se guarda hoy en su templo del Tepeyac, que se nombra Guadalupe.

Además de este milagro, se produjo otro gran prodigio, que no fue notado sino hasta mucho tiempo después: cuando Juan Diego extendió su tilma ante el Obispo y las demás personas presentes, la escena quedó grabada en los ojos de la milagrosa imagen de la Santísima Virgen de Guadalupe.

Luego que la vio el señor obispo, él y todos los que allí estaban se arrodillaron; mucho la admiraron; se levantaron; se entristecieron y acongojaron, mostrando que la contemplaron con el corazón y con el pensamiento.

El señor obispo, con lágrimas de tristeza oró y pidió perdón de no haber puesto en obra su voluntad y su mandato. Cuando se puso de pie, desató del cuello de Juan Diego, del que estaba atada, la manta en que se dibujó y apareció la Señora del Cielo. Luego la llevó y fue a ponerla en su oratorio. Un día más permaneció Juan Diego en la casa del obispo que aún le detuvo. Al día siguiente, le dijo: “Ea, a mostrar dónde es voluntad de la Señora del Cielo que le erija su templo.”

Inmediatamente se convidó a todos para hacerlo. No bien Juan Diego señaló dónde había mandado la Señora del Cielo que se levantara su templo, pidió licencia de irse. Quería ahora ir a su casa a ver a su tío Juan Bernardino, el cual estaba muy grave cuando le dejó y fue a llamar a un sacerdote que fuera a confesarle y disponerle, y le dijo la Señora del Cielo que ya había sanado.

Pero no le dejaron ir solo, sino que le acompañaron a su casa. Al llegar, vieron a su tío que estaba muy contento y que nada le dolía. Se asombró mucho de que llegara acompañado y muy honrado su sobrino; Juan Diego explicó el motivo por el que llegaba tan bien acompañado y le refirió las apariciones y que la Virgen le había dicho que él estaba curado. Manifestó su tío ser cierto que entonces le sanó y que la vio del mismo modo en que se aparecía a su sobrino; sabiendo por Ella que le había enviado a Méjico a ver al obispo, y añadió que le había dicho que dijera al señor Obispo lo que vio y de qué manera milagrosa le había sanado; y que había de nombrarse su bendita imagen, la siempre Virgen Santa María de Guadalupe. Según los intérpretes, la palabra ‘Guadalupe’ en la lengua de los indígenas significa: ‘La que aplasta la cabeza de la serpiente.’

El Obispo tuvo esta otra comprobación de la presencia de la Virgen Santísima en el Tepeyac, que fue la curación maravillosa del tío de Juan Diego, a quien se reveló el nombre que habría que dar a la Virgen María. A Juan Bernardino y a su sobrino, los hospedó el obispo en su casa algunos días, hasta que se erigió el templo de la Reina del Tepeyac.

El señor Obispo trasladó a la Iglesia Mayor la santa imagen de la amada Señora del Cielo; la sacó del oratorio de su palacio, donde estaba, para que toda la gente viera y admirara su bendita imagen. La ciudad entera se conmovió: venía a ver y admirar su devota imagen, y a hacerle oración. Mucho le maravillaba que se hubiese aparecido por milagro divino; porque ninguna persona de este mundo pintó la preciosa imagen.

Otra prueba de la verdad de las apariciones es la prodigiosa propagación de la Fe: en diez años de heroicos esfuerzos, los virtuosos Misioneros que vinieron a propagarla, sólo consiguieron bautizar a muy pocos indios, y de ellos la mayor parte fueron niños pequeñitos o recién nacidos; después de la venida de la Virgen, los indios pedían el bautismo en tal número, que no daban abasto los Ministros del Señor para bautizarlos. El historiador y misionero Motolinia dice que se convirtieron en su tiempo nueve millones, después de las apariciones.

Es notable la universalidad y el arraigo de la creencia en las apariciones de la Virgen Santísima: Puede decirse que todos los mejicanos de todas las partes y de todos los tiempos, han tenido en las apariciones de la Virgen, una fe firmísima, que no han podido debilitar las contradicciones de algunos impugna­dores ni los ataques de sus enemigos; antes cada día se arraigaba más esta creencia y se aumentaba la devoción a la Virgen Santísima de Guadalupe; ya en los siglos diecisiete y dieciocho se había extendido a Centroamérica y Filipinas.

Otro milagro es la conservación de la sagrada imagen a través de los grandes peligros de destrucción a que ha estado expuesta y entre los que hay que citar el haber sido dinamitada en noviembre de 1921; la bomba, colocada junto a la sagra­da imagen, causó diversos perjuicios en el templo; un pesado crucifijo de bronce que estaba sobre el altar fue lanzado a distancia y quedó doblado en arco; el cua­dro de San Juan Nepomuceno, que estaba detrás del altar y era muy pesado quedó casi desplazado, pero ni el vidrio del cuadro que guarda la imagen se rompió.

El jueves 4 de diciembre de 1980, en Méjico, D.F., a las 12 del mediodía, el Papa San Gregorio XVII oró fervorosamente ante el Sagrado Cuadro de Nuestra Señora de Guadalupe. La oración tuvo que hacerla fuera del asqueroso y repugnante templo moderno, en donde se venera el cuadro de la Virgen María, ya que daba comienzo, en aquel momento, una satánica misa progresista. Sin embargo, desde aquel lugar se veía perfectamente a la Santísima Virgen. Después de la oración, Su Santidad dio la Bendición.

Es interesante que la aparición de la Santísima Virgen María de Guadalupe sucedió en el año 1531, cuando el perverso rey Enrique VIII de Inglaterra repudió a su legítima esposa para casarse con otra mujer y así llevó su nación a la apostasía; pero, gracias a aquella aparición, la Santa Iglesia recibió nuevos miembros para reemplazar a los apóstatas y conquistó un nuevo continente para sustituir a las naciones que se perdieron al protestantismo. Así se cumplió lo de la parábola de los invitados a la boda, y fue llamado a la Iglesia un pueblo que, sólo una década antes, todavía se dedicaba a la idolatría y sacrificios rituales de humanos.

Gracias al milagro de la Virgen Santísima, los mejicanos recibieron la Fe que los ingleses perdieron. Así también los palmarianos tenemos que agradecer a María Santísima por habernos dado la Fe que la iglesia en Roma perdió por su apostasía; incluso nos dio una Fe más enriquecida que antes, en la doctrina palmariana. Tenemos que corresponder a esas gracias que nos fueron concedidas. Cuando la iglesia con sede en Roma perdió la fe, María Santísima ha concentrado su atención en un pequeño lugar, derramando todas sus gracias en este oasis en el desierto donde está refugiada la Iglesia. Cuando se concentran los rayos del sol, con una lupa, en un solo punto, entonces se forma una luz muy intensa y gran calor. De esta manera en El Palmar brilla la Fe, enriquecida y esclarecida, y también, bajo esos rayos magnificados, tiene que arder el fuego del amor divino en nuestros corazones para así corresponder a la predilección que la Santa Madre de Dios nos ha mostrado en sus apariciones.

Igualmente en El Palmar se cumplió lo de la parábola de los invitados a la boda, pues una vez más, Jesús ha escogido a hombres humildes y sencillos para constituir su Iglesia; y, a su vez, ha prescindido de los jerarcas de la iglesia romana, quienes, habiendo sido llamados antes, rechazaron su invitación. Al igual que en Guadalupe, fue pedida la construcción de un templo en donde se venera una imagen milagrosamente pintada, aquí la Santa Faz de la Sábana Santa.